Aquella mañana no encontré su mano en la mía. Viajé por las sábanas, mecí mis dedos entre mantas y telas bordadas, incluso me adentré y navegué por el más oscuro mar de almohadas pero allí no estaba. Ya no estaba esa mano escurridiza y gélida, ya no encontré sus uñas entre mis nudillos encadenadas, como siempre estaban. No había más apretones ni más caricias, ni más susurros entre mis dedos y su travieso anillo.
¿Quizás quiso decirme algo? ¿Quizás en los surcos más profundos de su palma ya estaba un destino escrito. Tal vez no la escuché cuando sus dedos gritaban en mis oídos. Puede que entre tantas señales no pudiera verl el camino que sus yemas marcaban en el vestido, entre sus ropas y mis vergüenzas; entre sus trenzas y botones, entre los cariños y mi sino.
Hablaban sus dedos, con cada crujido o apretón. A veces sudaban de agotamiento y calor. Otras tantas, sus bellas carnes se encendían. Cuando éramos felices, cuando su piel tocaba la mía, cuando jugábamos y fumábamos, y nuestros miedos dormían. Sólo entonces se oía su corazón. Porque muchas veces lo busqué en su pecho y no sonó. Pero en esas manos... en esas manos siempre encontraba su toc-toc. En esas manos calientes vivía yo.
En otras ocasiones perdían las ganas y su piel se abandonaba. Colgaban pellejos y de ramas de locura sus uñas se llenaban. Se secaba su esperanza y en los nudillos veías el rojo de su vergüenza; en el color de sus venas veías lo triste de su miel de abejas. De azul, azul verdoso se cubría su ser; de muñeca a meñique, del pulgar hasta la punta de su pie.
Cuando sentía miedo se dejaba caer, su boca callaba pero sus manos hablaban otra vez. Se helaban y congelaban y no alcanzaban a entender si el índice empezaba o si el corazón venía después.
Con mis mismos labios calentaba sus esperanzas sin tan si quiera saber que esas plumas de huesos y elegancia se cargaban de fe por mi poder.
Sus manos me hablaban sin yo saber. A veces se agrietaban y lloraban sangre porque creían sentirse culpables de grandes males. Si una boca no confiesa, quizás lo hagan estas dos piezas que, como con las estaciones del año, pasaban de calor a lluvia intensa, de ojas secas a ventisca y de heladas a vacaciones perfectas.
Nunca llegué a entender su idioma ni su lengua. Ni el jeroglífico que tallaban sus arrugas entre pliegues y venas de ingeniería perfecta.
Musas de caricias y cosquillas, las mejores reinas para mis lujos, para secar mis lágrimas, para con sus puntas rodear mis sonrisas. Para dibujar belleza y escribir con sus juegos poesías.
Supongo que cuando sufrían se animaban entre ellas, que cuando estaban nerviosas se abrazaban fuerte para no sentirse solas. Que cuando corrían las ansias, una abofeteaba a a otra, haciéndola calmar, haciendo que volviese a apoyar las palmas en la tierra.
En el espejo del baño aún viven sus huellas, como un espejismo que renace cuando llora mi bañera.
Miro mi espalda y sus uñas habitan mis carnes como cicatrices de pasión imborrables, como un camino y una historia incrustada en mis entrañas, como el paso de un caballo ganador al galope por la arena de combate; como las marcas de un pura sangre indomable.
Recuerdo cómo dormían, cómo rodaban en mis brazos; como la arena que se cuela en los zapatos. Sus pálpitos invadían mis sueños y quimeras. Eran ellas la flor más bella, eran los pétalos de mi árbol favorito, era yo las raíces y las ramas y ellas la savia que me habitaba. Con mi crecer hacía que alcanzasen el sol y que siempre bebieran agua. La simbiosis más perfecta jamás creada. La naturaleza más sabia bien sabía que sin esa flor, sus frutos y sus hojas, este simple tronco no era más que un alga.
Hoy no están sus pétalos sobre mi cama, hoy sólo queda la escarcha. hoy habito en lo más profundo del océano, donde ya no hay color, donde no llega ni ell sol, donde se asoma la nada.